América Latina / Raimundo Gregoire Delaunoy
Los DD.HH. y la elección presidencial en Chile
A fines del presente año, se desarrollarán las elecciones presidenciales en Chile. Se trata de un proceso que siempre genera expectación, pero, en el contexto actual, parecen ser más importantes que otros comicios realizados en el pasado. El estallido social de 2019, la violencia de grupos que solo buscan destruir todo, los casos de violaciones a los derechos humanos y, finalmente, la pandemia del Covid-19 permiten concluir que quien llegue a la presidencia tendrá grandes desafíos.

Al respecto, es evidente que hay muchos temas relevantes, pero vale la pena detenerse en los derechos humanos, los cuales podrían ser definidos como la base de cualquier gobierno que desee traer paz social a Chile y la región. En este sentido, es necesario revisar, brevemente, algunas coyunturas actuales que afectan al país y al mundo.

A nivel nacional, se han detectado y confirmado diversos casos de violaciones a los DD.HH. La mayoría de ellos, involucrando la fuerza desproporcionada usada por ciertos carabineros contra manifestantes pacíficos y otros que han usado la violencia. Más allá que esto último no se pueda permitir, tampoco se debe avalar una respuesta que incluya métodos represivos que traspasen la línea que divide entre la “fuerza proporcional y legítima” y los abusos de poder. Por eso, es momento que todas las fuerzas políticas se pongan de acuerdo en la importancia de defender los derechos humanos. Así, se debe reconocer que hay partidos políticos y movimientos sociales que parecen tener como objetivo la destrucción, el caos y la violencia, pero que, en paralelo, las fuerzas policiales han sido incapaces de responder como corresponde, o sea, sin cometer violaciones a los derechos humanos. Sobre esto último, no puede haber una doble moral, ni tampoco justificaciones, comparaciones o empates. No importa si quien sufra una violación a los derechos humanos estaba protestando pacíficamente, atacando un paradero de micros o robando al interior de una tienda. El punto fundamental es que ni siquiera un delincuente o un asesino puede sufrir una violación a los derechos humanos. Por algo existen las detenciones, el debido proceso, los tribunales, los procesos judiciales y las sentencias. Si vamos a permitir que la “justicia” -por más que sea un nido de corrupción- sea reemplazada por la violencia, entonces solo habrá más de esta última. El estado nunca debe ser parte de los hechos violentos y, a la inversa, tiene que ser capaz de imponer una justicia que cuide los derechos humanos de toda persona. En consecuencia, la reforma de Carabineros es urgente y el retraso de este proceso no tiene lógica, ni argumentos a su favor. Negar la imperiosa necesidad de cambios en las fuerzas policiales es no querer ver la realidad. Los casos de daños o pérdidas oculares deben ser investigados a fondo y son, quizás, el mayor reflejo de esa incapacidad de responder con fuerza proporcional. En paralelo, la ideologización de los derechos humanos también debe ser desterrada, ya que avalar dictaduras del bando contrario o diseminar información falsa (como el centro de torturas en la estación de metro Baquedano) le hace un flaco favor a la defensa de los derechos humanos.

Luego, es importante que se genere consenso en torno a la situación de Venezuela y, particularmente, sobre la dictadura de Nicolás Maduro. Aquí, nuevamente, no se pueden generar empates, comparaciones o justificaciones. En Venezuela no hay una “crisis democrática”, tal cual plantea el Partido Comunista chileno, ni tampoco un gobierno autoritario. Se trata de una dictadura a secas, en la cual, como es obvio, se violan los derechos humanos. Según las cifras oficiales entregadas por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), 6,5 millones de venezolanos han sido forzados a dejar su país por motivos de seguridad o, simplemente, por no tener acceso a alimentación, agua potable o medicamentos. Son, en su mayoría, refugiados, los cuales se han desplazado hacia otros países sudamericanos. Las cifras deben ser resaltadas, pues incluso superan los números de Siria (5,6), Afganistán (2,6), Sudán del Sur (2,2), Myanmar (1,0) y Somalía (0,9), países que, a nivel internacional, son conocidos por estar enfrentando severas y largas crisis políticas, sociales y económicas.

En Chile, la comunidad venezolana suma 455.494 miembros, pero se cree que la cifra debería ser aún mayor, ya que aún no entregan los datos correspondientes a 2020. En los primeros meses de 2021, Colchane se ha convertido en un tema de debate. Con entradas ilegales que llegaron a bordear los 1.500 por día, se generó un flujo migratorio que se puede catalogar como crisis. El gobierno chileno y las autoridades locales se vieron superados por este asunto y, finalmente, se tomó la decisión de realizar deportaciones de aquellas personas que habían ingresado en forma ilegal. Además, se han comenzado a generar problemas en Iquique, ciudad en la cual emergieron campamentos en espacios públicos como plazas. La pregunta del momento es cómo compatibilizar la defensa de la soberanía nacional (es decir, impedir la entrada por medios ilegales) con los acuerdos adquiridos por medio de la firma de convenciones internacionales sobre refugiados e inmigrantes. Junto a lo anterior, se plantea la discusión, desde un plano ético o, si se prefiere, humano, respecto de qué hacer con personas que, si bien ingresan en forma ilegal, escapan de una dictadura. Lamentablemente, el escenario actual chileno impide que se puedan abrir las puertas a miles o millones de venezolanos, pero tampoco se les puede cerrar la puerta en sus narices. El asunto, entonces, es qué hacer. Para ello, nuevamente es necesario recordar que la defensa de los derechos humanos es algo que no se transa y, por lo mismo, se tiene que buscar un mecanismo regional que permita acoger de la mejor forma a los millones de venezolanos que han abandonado su país. En este punto, no debe haber una doble moral y el rechazo a la dictadura venezolana debe ser total.

Relacionado con los derechos humanos, también sería interesante analizar el estado de la democracia en Latinoamérica. Según el último informe realizado por The Economist, Uruguay, Chile y Costa Rica son los únicos países latinoamericanos que tienen una “democracia plena”, mientras que Cuba, Nicaragua y Venezuela reciben el rótulo de regímenes “autoritarios”.  Para peor, los grandes de la región -Argentina, Brasil y México- han registrado una baja en sus índices. De hecho, Argentina y Brasil abandonaron el grupo de las democracias plenas. Es así que, una vez más, cabe preguntarse qué piensan gobierno y oposición, pero también los partidos políticos y los candidatos presidenciales, sobre esta situación. Hasta hoy, no hay una opinión común sobre lo que ocurre en dichos países, aunque la evidencia, entregada no solo por The Economist, sino que también por organismos internacionales, confirma que América Latina ha tenido una caída en su proceso de democratización y que, peor aún, Cuba, Nicaragua y Venezuela sufren por las dictaduras. El caso cubano es emblemático, ya que se trata de una dictadura de más de 60 años.

Más al norte, cabe mencionar lo que pasa en Estados Unidos. Todos han puesto el foco en Donald Trump, pero durante años ha sido imposible generar consenso y acciones concretas, a nivel diplomático, que se refieran a las violaciones a los derechos humanos cometidas en Guantánamo, pero también a los abusos que han tenido lugar en diversos conflictos en los cuales participa el principal país de América. Quienes denuncian las violaciones a los derechos humanos en Venezuela o Cuba suelen mirar hacia otro lado cuando se trata de analizar lo que ocurre en Estados Unidos. A la inversa, los detractores de Estados Unidos se olvidan de mencionar a Cuba o Venezuela. Aunque suene majadero, ¿qué pensarán aquellas personas que desean llegar a la presidencia de Chile?

Finalmente, no se puede dejar de mencionar la situación en el mundo. Bielorrusia, Guinea Ecuatorial, Egipto, Arabia Saudita, Irán, Corea del Norte, Libia, Myanmar, Qatar y Afganistán son algunos de los diversos países donde se han violado derechos humanos. Salvo excepciones, no se ven medidas ejemplares por parte del estado chileno, ya sea bajo gobiernos de “derecha” o “izquierda”. Parece ser que la lógica comercial, que es la base de la diplomacia de Chile, siempre termina imponiéndose y, por ende, se hace vista gorda respecto del sufrimiento de millones de personas que, por oponerse a un gobierno, terminan presos, torturados o asesinados. En el mejor de los casos, logran escapar, para luego vivir como ciudadanos de última categoría en algún campamento de mala muerte.

Es hora que en Chile se fije una política de estado respecto de los derechos humanos, pero que aquello sea respaldado por todos los partidos políticos y la sociedad civil. Vengan de donde vengan, las violaciones a los derechos humanos no pueden ser aceptadas, ni minimizadas. Llegó el momento que los partidos políticos, los gobiernos de turno y las organizaciones sociales asuman el desafío de velar por los asuntos más básicos de la población. Esos mismos derechos que, hasta hoy, impiden que Chile pueda ser considerado como un país desarrollado.